Introducción
El Grand Tour fue una suerte de viaje de estudios que tenían por costumbre hacer, sobre todo, los jóvenes aristócratas ingleses al terminar su educación formal. Algunos pioneros viajaron ya en el siglo XVI, pero hasta el XVII no comenzó a convertirse en una costumbre. En el XVIII, el Grand Tour fue muy habitual, tanto entre los nobles, como entre los burgueses más acomodados.
El itinerario solía incluir varios países europeos y tenía como destino principal Italia. Los británicos -quienes aportaron el mayor número de viajeros- solían comenzar su viaje por Francia y allí, específicamente por París.
Con la llegada del siglo XIX y del Romanticismo, el viaje fue tomando nuevos rumbos. Y, aunque el arte y la cultura fueron siempre objetivos primordiales del viaje, se le dio cada vez más valor a la contemplación de la Naturaleza. Además, los cambios políticos de la Europa de la época llevaron al redescubrimiento de la antigüedad griega y, con ello, a ampliar los horizontes del itinerario.
Antes de llegar a Italia
Para el siglo XVIII, el momento de esplendor del viaje, el itinerario a seguir estaba absolutamente canonizado. Se seguían siempre unas etapas marcadas que poco variaban de uno a otro viajero. Se podían llevar a cabo ligeras modificaciones en su orden o en su estacionalidad, para coincidir con determinados acontecimientos o festividades en las ciudades a visitar, pero la ruta básica solía ser siempre la misma. Las rutas principales eran las de entrada a Italia y las que comunicaban entre sí las cuatro ciudades de visita obligatoria para todo viajero: Florencia, Roma, Nápoles y Venecia.
El grueso de estos grandes turistas del siglo XVIII, estuvo formado por aristócratas ingleses, aunque también viajaron, en mucha menor medida, los franceses, los alemanes o los holandeses. Tampoco faltaron miembros de ciertas profesiones que se beneficiaban de este contacto con otras culturas, como los médicos y, evidentemente, los artistas.
En todas las épocas el viajero se veía condicionado por una cierta ideología –la de su época- que marcaba sus percepciones a lo largo del viaje. Todos ellos compartían unos intereses turísticos, filosóficos, científicos, y de observación que marcaban también cómo se realizaban los preparativos para el viaje. Además de todos los aspectos técnicos, todo viajero debía compilar una cuidada selección de literatura clásica que le guiase por los acontecimientos y los paisajes históricos de los que pretendía disfrutar.
París
París era la primera parada de importancia para los recién llegados de Inglaterra. Al margen de la capital poco más se visitaba en Francia a no ser que el viajero en cuestión tuviese algún interés muy específico.
Muchas eran las razones que atraían a los grandes turistas hasta París. Era la ciudad en la que residía la corte más importante de Europa, por su antigüedad y longevidad. Se trataba de un centro motor de la cultura de la época, hacia la que muchos gobernantes extranjeros dirigían sus miradas. Era, en suma, una importante metrópolis que, además de contar con abundantes y buenos alojamientos para los viajeros, ofrecía una rica vida social y cultural, complementada con todo tipo de actividades y distracciones.
Las prolongadas estancias en la ciudad se aderezaban con visitas a los sastres más reputados, sesiones de juego y, por supuesto, con excursiones a los principales centros de atracción cultural de la ciudad y sus alrededores.
Diana de Versalles
La escultura de Diana, la diosa de la caza y la naturaleza salvaje, conocida como Artemisa entre los griegos, llegó a Francia durante el reinado de Enrique II. La estatua fue un regalo político del Papa Pablo VI al monarca francés, en un momento en el que necesitaba de su alianza contra los intereses españoles en la península italiana.
Un regalo de estas características era considerado de enorme prestigio. Especialmente en un país que carecía de este tipo de antigüedades. Ya su predecesor, Francisco I había tratado de hacerse con esculturas antiguas enviando emisarios a Roma, pero no había podido obtener nada de tanta calidad.
La figura se considera hoy en día una copia romana de un original de finales del clasicismo, atribuido al escultor Leocares. En tiempos pasados, sin embargo, se creía obra original de este escultor y se pensaba que formaba pareja con el Apolo instalado en el Belvedere. Por este motivo, aquellos viajeros y artistas que emprendían el Grand Tour, durante su estancia en Francia, trataban de acercarse a contemplar la estatua que, en el siglo XVIII, se encontraba en el Palacio de Versalles, a donde la había trasladado Luis XIV desde el Louvre.
Italia
Italia era el destino principal del Grand Tour y, en Italia, cuatro ciudades: Florencia, Roma, Nápoles y Venecia. Cada una tenía una personalidad muy definida. Florencia se convertiría en la ciudad más valorada entre los británicos por su limpieza y su buena acogida, además de por las excelentes colecciones de los Medici. Roma era la ciudad en la que contemplar la antigüedad romana por excelencia, así como el principal centro del catolicismo. Nápoles, de bellísimas vistas, tan pronto se desdeñaba por su peligrosidad como se alababa por su clima y sus atractivos turísticos: el Volcán y las ruinas de Pompeya y Herculano. Finalmente, Venecia era la ciudad de la fiesta, del Carnaval, de los casinos, de la música y la más diferente, sin duda, por su propia geografía.
La Roma antigua
Al margen de todo lo que Roma pudiera ofrecer desde el punto de vista del arte moderno, el objetivo principal era visitar las grandes ruinas de la antigüedad y admirar aquellos lugares que habían sido protagonistas de grandes acontecimientos históricos. La visita a todos estos lugares era imprescindible y se le concedía un tiempo muy dilatado al estudio de las ruinas. Pero era un tiempo corto en comparación con el que se les dedicaba a los depósitos de estatuas, relieves, medallas y monedas conservadas en las colecciones privadas de los palacios romanos. Se podría decir que el curso de antigüedades que debía realizarse en Roma incluía tanto la visita a las ruinas como la contemplación de todos los tesoros que se custodiaban en palacios e iglesias.
En este contexto, el Cortile delle Statue era uno de los principales focos de atención de los viajeros. Allí podían contemplar la Colección de estatuaria antigua iniciada por Julio II, a comienzos del siglo XVI y que reunía las esculturas más famosas de la época.
Aunque el Patio no era el único lugar a tener en cuenta en una ciudad que contaba también con la primera colección de antigüedades pública de Europa, la reunida por Sixto IV en el Palacio de los Conservadores, o con conjuntos escultórico-pictóricos tan importantes como el del Cardenal Scipione Borghese.
El Espinario
Los viajeros del siglo XVIII podían contemplar esta pequeña figura junto a una de las más famosas estatuas del mundo romano: la Loba Capitolina. Amabas evocaban para ellos el pasado glorioso de la República de Roma, antes de que el poder de los emperadores corrompiese la gloria de su civilización.
Como era habitual en aquellos tiempos, los eruditos se afanaban en buscar interpretaciones para aquellos grupos o figuras cuya temática no era evidente. En este caso, el niño sentado, que parece sacarse una espina de la planta del pie fue identificado como Cneo Marzio, un pastorcillo que, según la leyenda corrió desde Viterbo a Roma para avisar al Senado de un ataque inminente. En su carrera, Marzio se había clavado una espina en el pie pero, sin detenerse, continuó hasta que transmitió su mensaje. Desafortunadamente, para cuando el pastor se extrajo la espina la herida estaba ya infectada y le provocaría la muerte. De acuerdo con esta interpretación habría sido el propio Senado romano el que habría encargado la estatua original (de bronce) para honrar su memoria y su fidelidad al Estado.
Debido a esta interpretación, desde el Renacimiento, la escultura se conocía como Il Fedele.
Laocoonte y sus hijos
Desde su instalación en el Vaticano, en 1506, el grupo del sacerdote troyano Laocoonte y sus hijos había atraído todas las miradas de Europa. Artistas, curiosos y todo tipo de viajeros lo consideraban de visita obligatoria y, por supuesto, los turistas del Grand Tour no iban a ser menos.
En el siglo XVIII, el Laocoonte tenía un aspecto ligeramente diferente al que muestra hoy en día. Ya en el siglo XVI, Clemente VII había solicitado su restauración, iniciada por Baccio Bandinelli y finalizada por el discípulo de Miguel Ángel, Giovanni Angelo Montorsoli. Sin embargo, décadas de abandono del Patio e innumerables copias realizadas a partir del original habían deteriorado enormemente la escultura. Se hacía necesaria una nueva intervención que corrió a cargo de Agostino Cornacchini quien se limitó a recuperar las formas ideadas por Montorsoli siglos atrás.
La copia del Museo de Reproducciones recoge no esta, sino una restauración posterior, del siglo XIX, en la que el brazo derecho de Laocoonte apunta al cielo, como el del hijo menor. La figura recibiría, todavía, otra restauración, a mediados del siglo XX motivada, en parte, por el hallazgo en 1905 del brazo original de la figura del padre. Esta última intervención retiró los brazos de ambos hijos y sustituyó el del padre por el brazo original encontrado por Ludwig Pollack. Así, el Laocoonte Vaticano tiene su brazo derecho -sin mano- flexionado sobre sí mismo, dirigiéndose hacia su nuca.
Apolo del Belvedere
En el siglo XVIII, el Patio de las Estatuas del Belvedere era uno de los lugares de visita obligada para los viajeros del Grand Tour. Allí, el grupo de Laocoonte y el Torso del Belvedere brillaban en el conjunto, junto a la figura de Apolo.
Su fama se remontaba al Renacimiento, pero las opiniones de ciertos críticos e historiadores iban a llevarla hasta su apogeo. Johann Joachim Winckelmann, considerado el primer Historiador del Arte, afirmaba que el Apolo del Belvedere era un original griego del siglo IV a. C., ejemplo de las cotas más elevadas del arte griego. Tal fue la estima en la que Winckelmann tuvo a la estatua que llegó a afirmar que había sido sacado de Grecia por Octavio Augusto o por Nerón.
Finalmente, la Historia del Arte parece haber concluido que el Apolo es una obra de época romana. El debate se centra ahora en sí el Apolo del Belvedere estuvo inspirado por un original griego hoy perdido y si fue así, en cuál sería la fecha de ese supuesto prototipo y hasta qué punto el Apolo del Belvedere lo copia.
Torso del Belvedere
En el siglo XVIII, tanto el Cortile delle Statue como el Vaticano en general se hallaban inmersos en una enorme transformación, emprendida por Clemente XIV. que acabaría por crear los actuales Museos Vaticanos y que trasladaría el Torso del Belvedere desde su ubicación original.
Ya Clemente XI, a principios de siglo, trasladó la figura desde el centro del Patio a un espacio cubierto en el lateral oeste del mismo. Sin embargo, el cambio definitivo llegó con la intervención de Clemente XIV, a finales de siglo. En ese momento la estatua se llevó a la sala que conectaba el Patio con la Biblioteca Vaticana, poniéndolo definitivamente a cubierto.
Desde su hallazgo, el Torso del Belvedere supuso un verdadero reto para eruditos y artistas, tanto por lo difícil que resultaba si identificación, como por la imposibilidad de conocer su estado original, en vista de todos los fragmentos que faltaban. Al mismo tiempo, este estado fragmentario lo hacía muy atractivo como punto de partida de las más variadas interpretaciones.
Siguiendo la tradición que buscaba siempre identificar y explicar la narrativa expresada en la estatuaria antigua, el Torso se identificó, casi inmediatamente, con Hércules, a partir de la piel de animal sobre la que se sienta la figura. Se creía que se trataba de un león. Sin embargo, en el siglo XIX, un naturalista hizo notar que a la cola del animal le faltaba el mechón para ser la de un león. Y si no era la piel de un león, aquel tampoco era Hércules. Ya en el siglo XX, diversos estudios comparativos han creído identificar al musculoso héroe con Áyax, el más fuerte entre todos los combatientes griegos frente a Troya.
Gladiador Borghese
A comienzos del siglo XVII, el Cardenal Scipione Borghese reunió en su palacio una de las colecciones de arte más importantes de Roma. En ella se incluían tanto antigüedades como obras contemporáneas (la Colección Borghese incluye algunas de las esculturas más célebres de Gianlorenzo Bernini). Fue, precisamente, por aquellas fechas, cuando ingresó en el conjunto la escultura conocida como Gladiador Borghese, hallada en Anzio, pocos años antes.
Con los contactos adecuados, el gran turista del siglo XVIII podía acceder a las colecciones privadas diseminadas por Roma y, entre ellas, a la de los Borghese. Aquellos interesados en contemplar la belleza del Gladiador debieron quedar impresionados al encontrarse ante él, en el centro de una sala, en la impresionante villa romana de la poderosísima familia Borghese. La estancia, decorada con mármoles de colores y otros materiales preciosos, albergaba en su espacio central la figura del Gladiador, rodeada por otras estatuas antiguas y retratos de emperadores romanos. A finales de ese mismo siglo, la sala se modificó y cuatro atletas pasaron a formar parte de la guardia de honor del Gladiador que continuaba siendo la pieza estrella de la colección.
En el momento de su descubrimiento la estatua se bautizó como Gladiador. A ojos de los eruditos del siglo XVII, su fuerte musculatura recordaba a la de los combatientes de la arena romana. Sin embargo, hoy sabemos que los romanos no representaban desnudos a los gladiadores; que la desnudez es una característica puramente griega. Por eso, la figura ha sido reinterpretada como la representación de Aquiles combatiendo, frente a un enemigo a caballo.
Discóbolo
Durante la visita a Roma, además de las ruinas y de las colecciones ubicadas en la ciudad, solían hacerse excursiones a localidades próximas de especial interés. Una de ellas solía llevar a los viajeros a Tívoli, famosa no solo por sus idílicos paisajes, sino también porque allí podía visitarse la antigua villa del emperador Adriano.
Al atractivo propio del lugar, inmerso en un proceso de excavación arqueológica, se añadía, para algunos elegidos, la posibilidad de hacerse con alguna antigüedad recién encontrada. Este fue el caso de Charles Townley, importante anticuario y coleccionista británico que viajó a Italia hasta en tres ocasiones. En el curso de sus viajes, entró en contacto con el marchante Thomas Jenkins quien le procuró la adquisición del conocido como Discóbolo Townley.
En 1790 se encontró en la Villa Adriana una copia en mármol del famoso Discóbolo de Mirón. La estatua fue hallada sin cabeza, aunque en sus proximidades se encontró una que se le atribuyó de inmediato y se le añadió, colocándose en una posición incorrecta. En realidad, la cabeza no pertenecía al Discóbolo sino a otra escultura, excavada también en su vecindad.
A pesar de todas las dificultades impuestas por el papado a la exportación de antigüedades, Townley consiguió trasladar la estatua a Londres, donde se conserva en la actualidad el original (de mayor tamaño que la presente copia).
Nuevos horizontes
Tras varios siglos de viajes ininterrumpidos, entre 1800 y 1814 las campañas napoleónicas pusieron freno a este trasiego de gentes. Tras el Congreso de Viena, el viaje se reanudó. Sin embargo, para estas fechas, los viajeros habían cambiado mucho; no se trataba ya tanto de jóvenes aristócratas que deseaban completar su educación, como de artistas, poetas, intelectuales y hasta familias enteras de burgueses.
Al mismo tiempo que el publico se diversificaba, también lo hacían los itinerarios, inspirados en una nueva forma de contemplar el mundo circundante. Mientras la filosofía y la ciencia ponían límites al planeta y al comportamiento de la Naturaleza, el hombre moderno trasladaba sus ideas de libertad e infinitud al mar, a las montañas, a las vastas extensiones de agua o a las alturas inconmensurables. El viajero romántico sintió la perpetua necesidad de establecer una conexión imaginativa con la realidad que le rodeaba.
Estas nuevas inclinaciones condujeron a los turistas a las alturas alpinas, ahora no por necesidad para cruzar a Italia, sino por simple placer, o a países recién abiertos al mundo, como Grecia.
El siglo XIX trajo consigo el redescubrimiento de la antigüedad griega que, paso a paso, fue desplazando a Roma, en todos los aspectos relacionados con la cultura.
Grecia
A finales del siglo XVIII, James Stuart y Nicholas Revett se convirtieron en los pioneros del redescubrimiento de la antigua Grecia. Con el fin de completar su educación, ambos viajaron a Italia, donde se conocieron. Desde allí decidieron continuar viaje primero por los Balcanes y después por Grecia. Su estancia en Grecia se centró, sobre todo, en la visita de Atenas.
A su regreso a Gran Bretaña, publicaron un libro titulado las Antigüedades de Atenas, en el que se incluyen hasta 368 ilustraciones de antiguos monumentos de la ciudad.
Cuando en 1830 se declaró la independencia de Grecia del imperio otomano, el camino abierto por Stuart y Revett, unido a los muchos elogios de Lord Byron, pusieron a los turistas en la ruta de una nueva antigüedad.
Afrodita y Dione
Si el devenir político y la nueva forma de ver el mundo iban a cambiar los destinos del Grand Tour para los británicos ,otros acontecimientos, más cercanos, iban a tener también su repercusión en el redescubrimiento de la antigua Grecia.
En 1801, Thomas Bruce 7º Earl de Elgin y embajador británico ante la Sublime Puerta, obtenía de manos del Sultán otomano un firman o decreto que, en una lectura laxa, le permitía retirar de la Acrópolis ateniense todas aquellas esculturas que le pareciese oportuno.
Gracias a este documento llegaron a Londres los famosos mármoles del Partenón, junto a otras esculturas de la Acrópolis, que acabaron siendo vendidas al Estado y pasando a formar parte de las colecciones del Museo Británico.
En su ubicación original, Afrodita y Dione ocupaban el extremo Norte del frontón Este del Partenón. Ambas diosas acompañaban el tema central representado en el frontón: el Nacimiento de Atenea, protectora de Atenas.
Aunque casi siempre se hace referencia a estas figuras con los nombres de Afrodita y Dione, no hay certeza absoluta sobre su identidad. Sin embargo, la pose y la forma en la que el vestido de la mujer reclinada envuelve su cuerpo, insinuándolo, llevan a pensar que se trata de Afrodita, la diosa de la belleza y el amor erótico. La identidad de la segunda se basa en la de la primera. Ambas parecen tener una estrecha relación y teniendo en cuenta que en el frontón se representaban diversos grupos familiares, para subrayar el hecho prodigioso del nacimiento de Atenea, podría tratarse de Dione, la madre de Afrodita, según la narración de Homero.